jueves, 4 de noviembre de 2010

Aventuras de un Pasante

Por Raúl Stolk Nevett | 15 de Octubre, 2010

Montar un resumen curricular es, para un estudiante de tercer año de derecho, una tarea titánica, principalmente porque no hay nada que resumir. Se empieza por lo indiscutible. Nombre, teléfono, dirección (se complica la cosa), fecha de nacimiento, estado civil, ¿sexo? y todavía queda una sabana para llenar un perfil con cualidades que todavía no existen. Todo con doble espacio por supuesto. ¿Calificaciones? Depende, sólo si son buenas. ¿Idiomas? Yes please, todos los que se pueda, así solo se machuquen. Luego se pone interesante la cosa. Cualquier actividad que denote liderazgo: Campamento Indiecito Guaraní, Guía de Cuerdas. Este último es verídico, yo lo vi. Hoy en día además te meten los Modelos de Naciones Unidas como si fuesen postgrados en liderazgo. Bendito liderazgo. Tú siempre te preguntaste “con tantos líderes ¿quién carajo va a hacer las vainas?”

Pasada la tragedia del CV luego viene la parte de las entrevistas. Esa primera entrevista de la que jurabas pendía tu vida era (y sigue siendo) un vulgar examen de conformidad. Dos piernas (check), dos brazos (check), lee (check), escribe (check), sello Norven y Bienvenido.

Llegaste emocionado y con el estómago un poco revuelto a tu primer día, con tu corte de cadete y el flux ese buenísimo de tu papá, ese que “nunca pasará de moda mijo.” Te recibieron en la recepción e inmediatamente te mandaron a la “sala de pasantes.” De una te sonó a castigo. Entraste y ahí estábamos nosotros. Te ignoramos al principio mientras nos peleábamos por una engrapadora para ver quien le engrapaba el ruedo a una chaqueta que tenía el forro colgando. Te nos presentaste con tu nombre completo y un apretón de manos con mirada fija a cada uno. Te contestamos con puros sobrenombres y echadera de vaina.

Ese primer día, me tocó a mí hacerte el Tour. Un paseíto por Caracas. Primero al Tribunal Supremo y luego al Edificio José María Vargas en la esquina de Pajaritos. La majestuosidad del Tribunal Supremo te impactó. El tamaño, el vitral de Alirio Rodríguez y el aire que se respiraba daban una sensación de orden en medio del caos. Dijiste que la arquitectura del edificio te parecía fantástica porque transmitía el ideal de que la justicia está por encima de todos. A mí el comentario me pareció una mariconada, quizás por eso nunca se me olvidó.

El edificio de la esquina de Pajaritos, donde estaban el resto de los tribunales, era una historia completamente distinta. Ese si era el verdadero reflejo de la justicia en Venezuela: demacrada, maltratada, vencida… en fin, derogada. Lo único que lo salvaba, lo único que reflejaba un pequeño matiz de la majestuosidad del Tribunal Supremo era el mural del Doctor Vargas con la inscripción: “El mundo es del hombre justo.” Cada vez que lo veías suspirabas. “Una luz en medio de toda esta ironía,” decías.

Ya con un poco más de experiencia, el pelo desgreñado y un montón de grapas para aguantarle el ruedo a la chaqueta de tu papá, pateabas la calle como nadie. Le dábamos duro en esa época. Metrobús hasta Chacaito, Metro hasta Capitolio y después cada quien agarraba su rumbo. Los que iban al Tribunal Supremo se montaban en un carrito en la Baralt. El resto, los de abajo, caminábamos hasta la esquina de Pajaritos. Éramos 12, Los 12 del Patíbulo. Así nos llamaba Hilda la ascensorista. Caminábamos con confianza, a paso de devoradores de mundos, sin miedo a la delincuencia y sorteando (de memoria) los obstáculos que los buhoneros ponían a diario en nuestro camino. Y éstos (los buhoneros) nos saludaban todos los días por puro respeto, o al menos eso nos gustaba creer.

La zona era acogedoramente hostil. En una que otra esquina se veían aglomeraciones de gente apoyando al gobierno en su eterna campaña. Por ahí estaban la esquina caliente y uno que otro grupito que se formaba, donde viejos sin dientes, invisibles a los transeúntes habituales, balbuceaban insultos incompresibles dirigidos a los Adecos y a los Copeyanos. Nadie les paraba mucha bola. Todo el mundo era chavista, pero nadie se ponía camisa roja.

El trabajo era sencillo en verdad, todo lo que teníamos que hacer era llegar a tribunales, revisar los expedientes (normalmente más de 100), ver si había alguna actuación nueva y regresar a la oficina con la información. Éramos unos linces en tribunales, conseguíamos la información como fuera, pero los abogados nos salvaban del trabajo sucio. Lo más feo y denigrante que nos tocaba hacer era repartir las cestas de Navidad en diciembre.

Al terminar la jornada, nos reuníamos en el quiosco de abajo para comer Platanito y tomar Frescolita. Otra opción era pasar por los tribunales de Familia para tomarnos un Nestea y saludar a las demás mafias de pasantes que normalmente descansaban ahí. Recuerdo especialmente el halo elitesco que tenían los de PDVSA, los mejor pagados y los únicos con trabajo posterior asegurado. Era el sitio para trabajar, cómo cambian las cosas.

Para regresarnos a la oficina nos sumergíamos en un mercado de buhoneros donde hoy en día un Blackberry no sobreviviría ni 10 segundos. Recuerdo ese mercadito como algo pintoresco, como vería un turista los mercados de Estambul. Emergíamos nuevamente por donde estaba el tipo que vendía las pantaletas malandras que yo te juraba algún día iba a regalar a mi novia. Ahí tomábamos el autobús que nos llevaba hasta la oficina. Llegábamos a nuestra celda, “la sala de pasantes,” y nos trancábamos a fumar como una partida de putas presas.

Tu lealtad, al igual que la de los demás, más que con la firma estaba con tus compañeros. Me sacaste las patas del barro más de una vez cuando llegaba tarde o cuando simplemente no llegaba porque estaba enratonado. Y cuando me molestaba porque no me habían entregado un expediente luego de haber hecho horas de cola, me calmabas con aquella frase que era tan tuya como de Churchill “nunca un hombre había hecho tanto por tan poco.” Tú, en cambio, eras impecable. Además naciste parado. Recuerdo que el único día que te quedaste dormido por estar estudiando Administrativo hasta las mil y quinientas, todos los tribunales que tenías asignados amanecieron con aquel carteloncito glorioso que decía “NHD” (No Hay Despacho).

Siempre fuiste distinto. En tu primer trabajo como abogado, dejando atrás los días de las cestas de navidad, platanitos en la cola y chaquetas engrapadas, te tocó solicitar una notificación judicial para hacer una cesión de créditos. La más sencilla de las tareas. Fuiste a un Tribunal de Municipio tal y como te habían recomendado, ahí en tu viejo Edificio José María Vargas en la esquina de Pajaritos. Llevaste el escrito que leíste y releíste cuarenta veces para que no te lo rebotaran, sellado con tu nombre y número de Inpreabogado y estampado con tu flamante firma. Era el primer documento que introducirías en tribunales, la pompa no era para menos. Llegaste temprano. Hablaste con el secretario para cuadrar la fecha que más le convenía a la juez “jueves mejor que miércoles, el miércoles los niñitos salen temprano del colegio.”

Luego de que te recibieron el documento, el secretario te participó que había que pagar el traslado de la juez. Ante tal razonable requerimiento tu instinto fue sacar la cartera y preguntar “¿cuánto es?” El secretario te vio la cara de conejo inmediatamente. “No, así no, son 700 me los metes en un sobre y me los entregas el día del acto, a mí directamente.” Obviamente no estaba hablando de 700 bolívares, pues cualquier taxi hasta la Libertador cobraría 3 mil. Te negaste a pagar. Dijiste que el acceso a la justicia era gratuito y que tu no les ibas a dar ni un centavo. El secretario se rió, “chamo por menos de 700 mil la Doctora no se mueve de su escritorio.” Insististe, dijiste que estabas en tu derecho y que no te ibas hasta que foliaran el documento y pactaran la fecha. En medio de la discusión, se abrió la puerta del despacho del Juez y salió una señora bien vestida, con cara de buena gente que podía ser la mamá de cualquiera, anunciando que se retiraba temprano porque tenía que comprar unos peces para el colegio de los niñitos. Frente a un tribunal estupefacto, apelaste tu reclamo ante la juez, buscando apoyo entre las miradas incrédulas de la gente que estaba en la cola del archivo.

Con la mirada impávida y un gesto de su muñeca, “la Doctora” le ordenó al alguacil que te retirarán del tribunal. Te sacaron entre tres arrastrado y pataleando, invocaste cuanta ley y derecho constitucional se te ocurrió e igual te sacaron. Te lanzaron fuera y cerraron la puerta “en este país nada es gratis y menos la justicia.”

Sé que te botaron de la firma, pero aparte de eso no supimos más de ti. Algunos de los testigos cuentan que maldijiste al país y juraste irte para nunca volver. Por otro lado me llegó que lo habías dejado todo y te habías ido al Paují en busca de una vida más simple. A mí me gusta pensar que montaste una humilde y digna oficina desde donde despachas a tu manera y sin condiciones, dándole puros dolores de cabeza a nuestro podrido sistema.

Nos hacemos titulares de lo ilegitimo, lo hacemos nuestro y lo hacemos la regla . ¿Cómo es posible que en el país del “Habilitado,” de la “Cometa,” del “Traslado” y del 10% por “Cubierto,” alguien se atreva a decir “basta ya”? Pues tu lo hiciste y, por eso, eres más grande que el resto de nosotros. Porque al menos esa mañana, viejo amigo, el mundo fue tuyo y nos tuviste a tus pies.

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Disclaimer: El título, “Aventuras de un Pasante,” no es mío. Hace unos años un colega y viejo amigo me dijo que ese sería el título de su libro. Por esto, Dr. Aguerrevere, si algún día en efecto lo escribe, se lo dejo libre de cargo.

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Fuente: http://prodavinci.com/2010/10/15/aventuras-de-un-pasante-o-de-como-el-mundo-es-del-hombre-justo/

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